UNA EXCELENTE BIOGRAFÍA DE NICETO ALCALÁ-ZAMORA Y TORRES.

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Coincidiendo con el octogésimo aniversario de la destitución de Niceto Alcalá-Zamora y Torres como presidente de la Segunda República española, acaba de aparecer una excelente biografía sobre el personaje debido a Stanley G. Payne, sin duda alguna uno de los hispanistas más brillantes y un profundo conocedor de la época. La obra en cuestión no es otra que Alcalá-Zamora. El fracaso de la república conservadora, título algo equívoco porque la pretensión de quien ocupara durante un lustro la jefatura del Estado (y que llegó a constituir para él una verdadera obsesión) no era otra que “centrar” la República. El libro constituye el sexto volumen de la colección Biografías políticas que edita la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, y se añade a las ya publicadas de Antonio Cánovas del Castillo, Antonio Maura, Francisco Silvela, José Canalejas y del administrativista Javier de Burgos.

Nacido en 1877 en la ciudad cordobesa de Priego, Alcalá-Zamora provenía de una familia que, sin ser de la aristocracia ni gozar de excesivas riquezas, su familia sí que tuvo una posición lo suficientemente desahogada como para que sus miembros no pasasen estrecheces. Poseedor de una memoria prodigiosa, la carencia de recursos económicos le impidió cursar estudios de matemáticas o botánica, y estudió por libre la carrera de Derecho. Cuando las circunstancias le posibilitaron trasladarse a Madrid para completar sus estudios, con tan solo veinte años se doctoró en leyes, y con veintidós accedió por oposición al cuerpo de Letrados del Consejo de Estado, siendo el número uno de su promoción. Ulteriormente (al igual que medio siglo más tarde haría otro ilustre miembro del mismo cuerpo de Letrados, el profesor Eduardo García de Enterría) decidió abrir su propio bufete y, además (en este caso a diferencia del ilustre administrativista) se adentró en la política ingresando en el Partido Liberal, y llegó a ser ministro de Fomento y de Guerra, este último cargo en el año 1922, en una situación ciertamente delicada. Tras el advenimiento de la Dictadura ejerció una levísima oposición al régimen (si bien teniendo mucho cuidado en mantenerse siempre al límite para evitar ser encausado) y tras la caída del Primo de Rivera se pasa al campo republicano. Sus críticas a Alfonso XIII por haber contemporizado con la dictadura (críticas que, por cierto, compartía el Partido Socialista Obrero Español, que había contemporizado con Primo cuando menos lo mismo que el monarca) fueron antológicas, si bien se hacían a través de una oratoria algo pasada de moda más propia del liberalismo decimonónico que del primer tercio del siglo XX. Juzgue el lector por si mismo, pues de esta forma tan florida y “equina” describía la situación política don Niceto en un mitin celebrado el año 1930: “Cuando el corcel del impulso absolutista se rinda pasajeramente por el sudor de la marcha y por haber recibido en los ijares el espolazo del jinete que tuvo que encumbrar, esos palafreneros acudirán a sujetarle la brida, a ponerle una gualdrapa con el emblema de la Constitución y alojarlo, por un instante, en los palacios de las Cámaras, más hollados como caballerizas que respetados como alcázares…Y luego, cuando repuestas las fuerzas y pasado el peligro, el corcel del impulso absolutista, incorregible en su condición atávica, de el relincho alegre de la aventura, esos palafreneros se presentarán a otra vez a enjaezarlo, y más aún haciendo de la rodilla de su reverencia o de la espalda de sus culpas el auxilio del estribo sobre el cual se alce el caudillo de turno a quien corresponda la dictadura, quedará grabada sobre sus espaldas, como castigo, la huella en que esté el polvo del corcel…” Evidentemente que una gran parte del auditorio de la época hubiera sido incapaz de comprender el sentido ultimo de la metáfora, es decir, que la vuelta al régimen constitucional impulsada por Alfonso XIII en 1930 era, según Alcalá-Zamora, un mero paréntesis impuesto por las circunstancias y que con el tiempo se acabaría en otra dictadura. Ante ello, el cordobés abogaba por una república bien centrada, donde pudieran servir “gentes que han estado y están mucho más a la derecha mía”, con un Senado y donde la Iglesia pudiese tener cabida. Su posición era clara: “Una república viable, gubernamental, conservadora, con el desplazamiento consiguiente hacia ella de las fuerzas gubernamentales de la mesocracia y la intelectualidad españolas, la sirvo, la gobierno, la propago y la defiendo. Una república convulsiva, epiléptica, llena de entusiasmo, de idealidad mas falta de razón, no asumo la responsabilidad de un Kerenski para implantarla en mi patria.” Por desgracia para don Niceto, fue esto último lo que sucedió.

A Alcalá-Zamora se debe en gran parte el triunfo republicano en las grandes ciudades el día 14 de abril de 1931. Muchas personas que votaron candidatos republicanos lo hicieron amparándose en el aval de personas como el de Priego o como Miguel Maura (el hijo del prócer conservador Antonio Maura). Esa confianza la expresa magistralmente el personaje encarnado por Fernando Fernán-Gómez en la película Belle epoque, cuando le dice al párroco de la localidad: “¿Revolucionario Alcalá-Zamora, católico y que va a misa?”. Lo cierto es que, cuando se proclama pacíficamente la República ese mismo día, es a Niceto Alcalá-Zamora a quien se debe el primer instrumento jurídico del que se dota el régimen: el Decreto de 14 de abril de 1931 fijando el Estatuto jurídico del Gobierno que, según cuenta Miguel Maura en Así cayó Alfonso XIII, fue dictado por don Niceto de forma absolutamente improvisada y sin consultar una sola nota, haciendo gala de sus prodigiosas dotes intelectuales que llevaron incluso a Indalecio Prieto a decir de él que “era un tío de circo.” Por desgracia, ese entusiasmo inicial se frenó en poco menos de un mes, cuando de forma innecesaria la República inició su rabiosa política anticlerical y sus ataques gratuitos no sólo al ejército, sino a gran parte de la población (al prohibir, por ejemplo, toda exhibición de símbolos alusivos a la monarquía). A la hora de elaborar el texto constitucional, se optó por un radicalismo extremo llevando a aprobar un texto que no sólo “invitaba a la guerra civil” (como escribiría el propio Alcalá-Zamora el poco tiempo) sino que era jurídicamente muy tosco, como el lector interesado puede comprobar consultando el trabajo que, con el significativo título Ni república parlamentaria ni presidencialista, publicó Manuel Álvarez Tardío en el número 123 (enero-marzo de 2004) de la Revista de Estudios Políticos.

Elegido primer presidente de la Segunda República en el mes de diciembre de 1931, Niceto Alcalá-Zamora se mantuvo más o menos dentro de sus funciones durante el primer bienio. Pero tras resquebrajarse la coalición republicano-socialista en 1933 y, sobre todo, tras la victoria de la coalición de centro-derecha en los comicios de ese mismo año, Alcalá-Zamora comenzó a hacer gala de un comportamiento que desbordaba claramente sus prerrogativas hasta incurrir abiertamente en actuaciones que contravenían el texto constitucional, hasta el punto de que llegó a convertirse en lo que tanto criticó en sus mítines en 1930: en un rey sin corona, y de hecho sus enemigos políticos lo zaherían denominándolo “don Alfonso en alpargatas”. Con todo, lo más grave es que su odio a José María Gil Robles (a quien José Ortega y Gasset denominó “joven atleta victorioso”) no tenía raíces exclusivamente políticas, sino únicamente personales. Y es que Niceto Alcalá-Zamora era una persona cultivadísima, austera hasta la médula (se negó a tener residencia y coche oficial durante su mandato, de tal forma que residió siempre en su propio domicilio) pero tenía por el contrario un defecto que en muchas ocasiones nublaba su juicio: una enorme vanidad y una inagotable capacidad de rencor. Una de sus célebres frases fue la que le dirigió a su amigo Miguel Maura, a quien con el acento andaluz tan característico del presidente le espetó: “Migué, yo no soy rencoroso, pero quien me la hase me la paga” El hecho de que José María Gil Robles hubiese logrado articular en torno a su persona a la derecha católica y hubiese logrado una victoria en las urnas es algo que Alcalá-Zamora no le perdonó jamás, entre otras cosas porque entendía que era a él a quien correspondía esa posición. Por ello se negó a conceder a la Confederación Española de Derechas Autónomas (la fuerza más votada en los comicios de 1933 y que alcanzaba, con el Partido Radical de Lerroux, mayoría absoluta) la posibilidad de acceder al Gobierno. El líder conservador catalán Francisco Cambó, refiriéndose a Alcalá-Zamora, dejó escrito en sus Memorias el siguiente párrafo que describe magistralmente la situación que vivió España en el bienio 1934-1935: “…no dejó de intrigar un solo momento…Tenía odio a Lerroux, tenía odio a Gil Robles y tenía odio a socialistas y azañistas; tenía, en fin, odio a todo lo que representaba un valor personal, una fuerza política. Sus preferencias iban a hombres insignificantes de su partido. Así se enamoró sucesivamente de Miguel Maura, de Joaquín Chapaprieta y finalmente de Manuel Portela Valladares. Él tuvo gran parte de la culpa de que viniera la república, él tuvo la culpa principal de que viniera la revolución y ni una vez ni otra actuó impulsado por una ilusión, por un entusiasmo que, equivocados incluso, son una excusa: en las dos veces obró por resentimiento.”

Y es que, en efecto, desde la Presidencia de la República don Niceto Alcalá-Zamora desde el mes de noviembre de 1935 decidió apostar por gobiernos débiles sin apoyo parlamentario y que, por tanto, dependieran única y exclusivamente de la voluntad del Presidente de la República, quien podría manejar así a su antojo la situación. Es entonces cuando, en una maniobra típicamente caciquil más propia de mediados del siglo XIX que de los años treinta del siglo XX, decide convocar elecciones en febrero del año 1936 y fomentar desde la Presidencia una formación centrista que sirviera de contrapeso entre una derecha y una izquierda cada vez más radicalizadas. El tiro le salió por la culata. Las nuevas Cortes, en una maniobra ciertamente extraña y de dudosa constitucionalidad declararon que la disolución efectuada en el mes de enero de 1936 era la segunda efectuada por el Presidente (lo cual era, cuando menos, dudoso, porque en 1933 se habían disuelto las Cortes Constituyentes –no ordinarias- que en una situación absolutamente inconcebible en cualquier Estado prolongaron su mandato hasta dos años después de aprobarse el texto constitucional) y, lo más extraño aún, reconocieron que esa disolución no había sido necesaria. Ello supuso la destitución automática del Presidente.

Sin embargo, como indica Stanley G. Payne, es precisamente en estos años que transcurren desde su destitución en abril de 1936 hasta su muerte en febrero de 1949 los que reconcilian con su figura y demuestran que fue uno de los pocos en mantener la dignidad. Pese a sufrir una serie de tragedias personales, como el fallecimiento de su esposa y de uno de sus hijos, combatiente en el ejército popular de la República. Payne describe así el fallecimiento de su hijo: “El Gobierno republicano les utilizó como arma de propaganda mientras continuaba insultando a su padre. Pepe fue muy pronto ascendido a alférez y tomó parte en las grandes batallas de los alrededores de Madrid en febrero y marzo de 1937. En otoño de ese año cayó gravemente enfermo y requirió atención quirúrgica. Mientras su vida pendía de un hilo don Niceto hizo todo lo posible para que le concedieran el traslado por enfermedad a Francia, pero los líderes republicanos no quisieron renunciar a ese arma de propaganda, por lo que Pepe murió en un sanatorio de Valencia el 21 de marzo de 1938.”

Tras una auténtica odisea que se prolongó durante más de un año, logra llegar a Buenos Aires, donde rechazó totalmente hacer uso de fondos gestionados por los socialistas y obtenidos de diversos saqueos durante la guerra (es conocidísimo el episodio del pícaro Indalecio Prieto y cómo se hizo con el tesoro del yate Vita) y con los que pretendían aliviar la situación de los exiliados. Niceto Alcalá-Zamora rechazó, igualmente (en esta ocasión al igual que todos los líderes republicanos en el exilio) una oferta británica de apoyo armado para desalojar a Franco del poder en 1945, coincidiendo con los estertores finales de la Segunda Guerra Mundial, pues todos coincidían en que a Franco deberían desalojarle los españoles, y poco valor y escasa categoría moral tendría que los exiliados regresasen sobre la base de un apoyo extranjero (por cierto, que la misma oferta fue hecha a don Juan de Borbón, quien, al contrario que los republicanos, llevó a valorarla, aunque al final la rechazara de igual forma, aunque no al inicio y de forma tajante como hicieran los republicanos en el exilio). Niceto Alcalá-Zamora se estableció en Buenos Aires, donde vivió de las ganancias que obtenía por los artículos que publicaba en prensa, por sus libros, y por sus conferencias. De igual forma, y amparándose en su prodigiosa capacidad, reescribió el segundo volumen de sus Memorias, que en España no se publicarían hasta el año 1977; memorias claramente autojustificativas e interesadas, pero que constituyen evidentemente un testimonio de primera mano del apasionante periodo que comprende el lustro republicano. Los papeles y documentos que las milicias del Frente Popular robaran de las cajas de seguridad que tenía en el Crédit Lyonais y que se daban por perdidos reaparecieron en el año 2008 gracias a una operación de la Guardia Civil (que había sido alertada por los historiadores César Vidal y Jorge Fernández Coppel cuando el hijo de la persona que había perpetrado el latrocinio se puso en contacto con el primero para venderle la documentación). Una parte de esos dietarios elaborados por Alcalá-Zamora fueron publicados por la editorial La Esfera de los libros. Curiosamente, el primogénito de Alcalá-Zamora (llamado igualmente Niceto), catedrático de Derecho al igual que su padre, contrajo matrimonio con la hija del general Gonzalo Queipo de Llano y el hijo de ambos, José Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, es hoy uno de los mayores expertos en nuestros siglos de oro.

En definitiva, que nos encontramos ante una magistral biografía que nos acerca de forma brillante a un personaje que con sus innegables luces y con sus evidentes sombras, ha sido una de las personalidades más decisivas del primer tercio del siglo XX.

 

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